El anhelo del verde
Por Juniétty Mônica Hugen.
‘’No permitas Dios que yo muera, sin que yo vuelva para allá, sin que disfrute los primores que no encuentro por acá; sin que aviste las palmeras, dónde canta el Sabiá’’. El trecho del poema “Canción del Exilio”, expresa los sentimientos del poeta Gonçalves Dias, después de pasar un tiempo lejos del Brasil. La voluntad de reencontrar las bellezas naturales y, también, el verde que está presente en casi toda la extensión del territorio brasileño, es compartida por mí, después de tres meses sin ver los tonos de color que llenan de vida aquella tierra.
La diversidad de vegetación presente en los suelos brasileños despierta mi curiosidad desde niña, cuando la profesora de Geografía, utilizando el mapa geográfico brasileño, me presentó los seis biomas que habitan Brasil. Algunos los conozco solamente por el conocimiento que adquirí estudiando y, también, por los contornos de mi imaginación, que acostumbra dar formato propio para todo lo que escucho, veo o siento.
La obra de mi imaginación al explorar el suelo verde-amarillo empieza por el norte del país, cargando el conjunto de vegetación que alberga la mayor biodiversidad presente en una floresta tropical en todo el mundo, la Amazonia. ¡Ah, Amazonia! Mi corazón toca cada una de las especies que viven en ella, el mayor bioma de mi país. Además, pienso que la Amazonia es audaz. Al final, ella excede fronteras –y esta vez no estoy hablando de los límites de mi mente–, y es que la Amazonia une el Brasil con sus vecinos Perú, Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia, Guyana, Suriname y Guyana Francesa, compartiendo flora y fauna, compartiendo la cultura de los pueblos que habitan los alrededores de esa inmensidad de tonos y contrastes que transforman la vida.
Cuando los tonos de verde de la Amazonia descansan, vislumbro por instantes la “Caatinga”, denominación indígena que significa ‘’mata clara y abierta”, área territorial en el noreste que ninguno otro lugar del mundo posee. Comenzando en esta región y bajando para el centro del país, mis ojos recorren las sabanas del Cerrado, que también habitan la región del Moto Grosso y Mato grosso do Sul, formando el Pantanal.
Conforme los contrastes de estas vegetaciones se vuelven verdes nuevamente, encuentro los caminos de la Mata Atlántica –que compone prácticamente todo el litoral brasileño– y a los Pampas –que se quedan en el Rio Grande do Sul. Este último tiene un puesto especial en mi corazón, pues es parte del trayecto que admiré por la ventana durante mi viaje de bus de Santa Catarina a Chile. A pesar de ya estar en los límites extremos del sur de Brasil, aún no he hablado de la coloración de verde que hace dilatar la pupila de mis ojos.
Entonces, volvemos a Mata Atlântica, suelo que piso todos los días, suelo que mi imaginación toca a cada pisada. Que alberga hermosos ipês amarillos, jabuticabeiras y jequitibás. Sitio en que ruge la onza y cantan los pájaros. Floresta tropical donde habitan seres humanos que deforestaran casi 90% de su vegetación original, transformando el anhelo que siento en sentimiento de pérdida. La pérdida de un pueblo afortunado que, muchas veces, destruyó lo que sería eterno para tener una riqueza momentánea. Algunas casas, algunas propiedades, algunas cosas efímeras que se perderán cuando los ojos ya no se abran al despertar de una mañana soleada.
Pero esta columna es sobre el anhelo del verde, no sobre el instante de su muerte. Es sobre las plazas con céspedes que restregaban la piel al sentarse abajo de las copas densas que hacen sombra para que las vecinas puedan tomar mate, para que los niños puedan juguetear y rodar en el piso. Esta columna es sobre las araucarias que dan piñón y sobre las palmeras donde canta el Sabiá, es sobre los paseos de bus que son acompañados por tantas formas de hojas distintas que los biólogos tendrán trabajo para siempre. Esta columna es sobre el color que habita en mí en este instante, el verde, el verde del anhelo.